Hace un par de años visité el memorial del campo de concentración de Dachau, a 30 kilómetros de Munich. A no ser que seas de piedra lo primero que sientes cuando entras en un lugar así es sobrecogimiento. Una sensación de profundo respeto a los que vivieron este horror te empuja a hablar bajito, mantenerte en silencio y reflexionar sobre lo fácil que es nuestra vida actual. Intentas imaginar cómo sería ese sitio tan terrible diseñado para albergar a 4000 personas y que a finales de la guerra alcanzaba 32000.
La entrada del campo aún mostraba algunos vestigios de las vías de los trenes que transportaban a los judíos, arrancados de sus familias, al campo de concentración.
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